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Crónica de un boleto de ida en el metro cable

No hay parejas tomadas de la mano esperando pasar una tarde romántica. Tampoco padres soportando la inquietante emoción de sus hijos por elevarse unos cuantos metros de altura. No hay un carrito de cotufas, ni el señor vendiendo algodón de azúcar o chocolate caliente. En la estación del sistema Metrocable de Parque Central se respira una realidad distinta a lo que pudiera parecerse a un medio de atracción turístico. Hay niños, que no sobrepasan la década de vida, caminando en solitario con la confianza de un hombre maduro. Se observan liceístas de camisa azul y beige destilando hormonas de rebeldía. Ancianos encorvados cargando modestas bolsas de mercado y la negra de las licras fucsia orgullosa de mostrar sus piernas sin celulitis. Todos se dirigen a la punta del cerro, el lugar que llaman hogar.

El sistema de teleférico integrado al Metro de Caracas fue inaugurado el 20 de enero de 2010. Ese día se suplantaron las escaleras por cabinas. Se acortaron los tiempos y las distancias. Ahora los pobladores de El Manguito, La Ceiba y Hornos de Cal no tardan 40, sino 10 minutos en bajar hasta a la puerta de San Agustín o Parque Central. Unas 45 mil almas y pares de piernas lo agradecen desde entonces.



Son las 10:10 de la mañana de un miércoles de diciembre. El clima impredecible de Caracas conspira contra con los pronósticos de los medios y muestra un cielo despejado. A paso lento llega la primera cabina identificada en la parte inferior con la palabra “hermandad”. Al pisar la zona de embarque, disminuye aún más su velocidad y abre sus puertas. Te montas o te quedas.

En la primera parte del recorrido crees escapar de la algarabía cotidiana, pero a escasos metros de altura se impone el ruido del tráfico de la autopista Francisco Fajardo. El típico ajetreo de la ciudad ocurre, literalmente, debajo de los pies.

La escena dura sólo un instante. Segundos. El eco de las cornetas desaparece y domina el silencio. Un silencio paralelo a la nueva cara de la metrópoli que asoma su primera artillería: las torres gemelas de Parque Central y el complejo urbanístico. Un ícono de la arquitectura de la capital postrado frente a la miseria del barrio.

Los usuarios que se sientan en el funicular con vista directa al sur ven un lienzo diferente. Ranchos sobrepuestos como piezas de lego. Ranchos pintados, frisados, reutilizados. Están posicionadas como las gradas de un campo de fútbol con visión privilegiada a una selva de cemento que luce serena.

Son las 10:14 a.m. y la primera parada es en Hornos de Cal, la segunda de cinco estaciones que conforman el recorrido de 1,9 kilómetros. El protocolo es el mismo: el sistema del cableado eléctrico hace que las cabinas reduzcan la velocidad y abran sus puertas en slow motion. La diferencia entre el paso de una y otra es de apenas 27 segundos, lo que podría convertirlo, por lejos, en uno de los sistemas de transporte más eficientes del país.

Ya las casas se ven mucho más cercanas. Casi se puede rozar los techos de zinc sostenidos por ladrillos, piedras, palos, gaveras de cerveza, cauchos y el resto de materiales que de seguro sobraron al momento de su construcción. Tampoco falta la impelable antena de televisión satelital, el elemento decorativo más popular del sector.

El arte de calle decora las paredes en los pasajes principales. Algunos graffitis son indescifrables. Otros dejan mensajes de amor y advertencias firmadas por anónimos. También están las muestras de rostros afrodescendientes, la palabra revolución y el tricolor patrio.

Cuando descanse te hablaré/ De un algo extraño/ Y vida mía te diré /Mi desengaño/ hay que vivir el momento / que nos importa el pasado / no vez que al pasar el tiempo todito quedó olvidado/ olvidado, eh.

La música parece venir del “Club All Stars”, una casa con pinta de transformarse en tasca a cualquier hora del día, cuando las penas y el antojo de una “fría” se juntan. La canción del puertoriqueño Roberto Roena, “Desengaño”, ensordece el ambiente, pero a nadie parece molestarle. Quizás ya estén acostumbrados o todos han pasado por un amor fingido.

En el corazón del barrio está una gran escuela. Una serie de puntos rojos se mueven de un lado a otro y denotan que se trata de niños jugando y corriendo en pleno hora del recreo. Por encima, pasan 52 cabinas identificadas con mensajes como “pasión patria”, “amor” y “deber social”. Hay educación en las aulas y en el aire.



Son las 10:17 a.m. Estación La Ceiba. El sistema de transporte obliga a los usuarios a realizar una especie de transferencia. Hay que bajarse y tomar otro funicular. Esta vez entran dos jóvenes. Uno pasa los 25 años, es moreno, viste una franelilla negra, jean desgastados y zapatos deportivos Nike relucientes, pulcros. Su compañero, de edad contemporánea, lleva una franela sencilla que no combina con el estampado de sus shorts playeros. Lleva el pelo engominado y peinado hacia atrás. Ninguno parece inhibirse ante lápiz y papel de su acompañante.

_ ¿Saliste a pavear el sábado?
_Si, marico. Fui con Jefrey y los primates a un local por La Castellana. A un “nai club”.
_ ¿A toma’ o qué?
_Marico, a un “nai club”.
_ ¿Cómo que un “nai club”? Háblame de putas, coño.
Se produce una risa cómplice.
_Queda cerca de Área. No sé –titubea.
_ ¿Qué tal la vaina?
_Bien, won. Tú sabes que eso es lo mío. Estaba en mi mundo. El Jefrey fue por primera
vez y se enamoró de una morena. Andaba embobao’.
_Que maricón.
_Le decía que estaba muy buena como pa´ estar trabajando en eso.
_¿Y cuánto fue el golpe?
_Dos palos.
_Mierda.

La mejor vista de Caracas se observa al salir de la estación. Se puede apreciar el centro y oeste del valle y el Ávila de fondo. No hay desperdicio. A estas alturas la ciudad deja de ser tan intimidante. Se olvida, por instantes, que el peligro asecha sin ver tendencia política o clase social.

Del lado sur aparece el Helicoide. Lugar conocido por la estadía de presos políticos o políticos presos, según el color del “corazoncito” de quién lo cuente. La estructura piramidal, que ahora es sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, luce mucho más pequeña que desde cualquier otro punto de la capital.

También emergen espacios más verdes, árboles y maleza que libran la batalla desde finales del siglo XIX, cuando las haciendas fueron ocupadas por gente de provincia para convertirse en las primeras barriadas de Caracas.

Dos minutos duró el recorrido hasta El Manguito, la penúltima estación. El descenso muestra más de lo mismo. Ya cada vez más cerca de San Agustín, la zona donde el peso pluma, Tony León, tuvo sus primeras batallas. Ese mismo lugar donde emergió el conocido grupo Madera, que drenó en sus letras la realidad del barrio Marín en el sur de la parroquia. Es una zona que destila historia, pero el viaje está por terminar.



Son las 10:23 a.m. De regreso sólo queda la nostalgia. El cliché de la inclusión social es válido para este caso. ¿Este medio de transporte redefine el asentamiento de ranchos en las zonas inseguras? Sí. Pero le da una solución inmediata acortando las distancias entre las personas en situación de pobreza y la ciudad. Ya la población de San Agustín no cuenta los escalones que le faltan para llegar para pisar la puerta de su casa. Ahora le sobran unos minutos para pensar en otros problemas. Cualquiera, pero uno diferente.

Por un lado pasa otra cabina, la última. Dice “libertad”.

Por @Barraek. Fotografías: @mrggpic

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