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Crónica de una tarde en la plaza Bolívar de la capital del estado Carabobo

Algunas veces olvidamos los sitios que nos rodean, o peor aún, ya tenemos una idea predeterminada de lo que está ante los ojos. Pero hay días que derrumban esa visión.

El escenario es conocido: La Plaza Bolívar de Valencia. Los protagonistas: Los transeúntes de la ciudad.



La estatua de Bolívar es el vigilante. Su palma falsa se encuentra semi levantada como si estuviese orgulloso de lo que le circunda. Está en lo más alto, nada escapa de sus ojos de mentira. Ninguna paloma es capaz de defecar sobre su cabeza de bronce. Todas dejan sus plumas sobre los altos escalones que sirven hoy en día de albergue para las nalgas cansadas.

Más abajo se encuentran los predicadores, seres sublimes, que en vidas pasadas se cansaron de hacer el mal y ahora, culpan a demonios invisibles de sus fechorías. Unos alzan sus percudidos megáfonos para vociferar todas sus penas. Otros utilizan no más que sus gastadas gargantas por el alcohol para seguir con sus rituales de soldados de Dios. El protocolo es sencillo: ¡Arrepiéntete, pecador!



En los espacios cuadriculares de la plaza, los buhoneros venden de todo. Desde globos enaltecidos de colores fluorescentes hasta cotufas para las curiosas ardillas. Las manos inocentes de los niños ofrecen con timidez, ese maíz inserto en el calor para que, estos pequeños animales, puedan llevarlo a sus madrigueras y de tal manera, devorarlas mientras aquellos humanos las capturan mediante fotografías y así, no olvidar ese grato momento.



Cerca de los profetas de alcohol, caminan unos artistas. Triciclos y demás instrumentos coloridos adornan su presencia. Van vestidos de trajes similares a payasos. Sus rostros pintados dibujan una sonrisa a cualquiera que recorre cada esquina de la plaza Bolívar. Los despiertan. Sus maniobras provocan aplausos interminables. Los niños se alegran de tener un espectáculo.

En otra época había que pagar para obtener un entretenimiento de este tipo. Probablemente los artistas del pasado tuvieron problemas por querer expresarse. Algunas mentes morales los ven sucios, otros zurcidos por las drogas.

Independientemente de lo que suceda intrínsecamente, externamente proyectan color y vida a los demás. Y eso, es lo que te hace despertar y decir: “No todo está perdido”.



Por Luis Felipe Hernández
Fotografías: Jesús Konde y Luis Felipe Hernández


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